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en la tierra) que perdía punta
por el desgaste; y fabricaba o remendaba azadones cuando estos llegaban a
tener la punta redonda y roma. Para la casa fabricaba llaves,
cerraduras, balconaje...; para el hogar, rodapiés, gatos, badiletas,
tenazas,...; también raseras para la cocina. Para marcar las letras tenía
un abecedario completo. Sin embargo, lo que le llevaba más trabajo era herrar a las caballerías. En los años 60 había en Calcena unas 100, sobre todo mulos, burros y algún caballo para los trabajos menos pesados. Cada una gastaba unas veinte herraduras al año y José se encargaba de hacerlas. El hierro venía en planchas de Bilbao, del desguace de barcos, cortado a tijera. Lo compraba en Zaragoza, en Usón, Izuzquiza o la Droga Alfonso. En los años 40 el kilo de hierro valía 40 céntimos. Se lo facturaban hasta Morés o Morata y él debía ir a buscarlo.
Herrar a las caballerías tiene
sus secretos. Cada una tiene su número de casco y, además, son distintas
las de las patas delanteras, de las traseras. Las de las manos son más
anchas y las claveras (clavos) están más hacia adelante. Sin embargo,
las de los pies son más estrechas y las claveras posteriores. Una vez que
estaba dada la forma había que hacer los agujeros mediante la estampa o
martillo con la forma de la cabeza del clavo. Había herraduras de capricho,
como la de pestaña que en la parte anterior tenía un resalte que
sobresalía por delante del casco. Había que ponerla en las lumbres o
parte anterior del casco, ajustándola a fuego. Servía para aumentar la
sujeción y como decoración. Existían herraduras de
enmienda que poseían pestañas laterales para sujetar los cascos
agrietados que se abrían al pisar. Las caballerías tenían defectos
al apoyar el casco que había que corregir. Se decía que pisaba de
topino si lo hacía con la punta; de pando si con el talón;
izquierdo cuando se le juntaban las rótulas y pisaba con la parte
interior y esterao si se le separaban las rodillas y pisaba con el
exterior. En cada caso había que quitar casco de la zona de apoyo y poner
allí una herradura más gruesa.
En ocasiones también tenía que hacer de dentista de las bestias.
Tras abrirles la boca con una escalerilla (especie de compás con
dientes), mediante un golpe seco con la gubia les quitaba los remolones,
molares que crecían sobre la muela del juicio y que les impedía cerrar
bien sobre el bocado. En los años 40 poner una herradura costaba una peseta y aunque no había tarjetas de crédito el pago no solía ser en el momento sino anual o mediante igualas. Una forma curiosa era el "pago a caña". En una caña se hacía una marca a fuego si se aguzaba el barrón o un corte con navaja si se trataba de una herradura. Sólo se empleaba para estos dos trabajos. El cliente y el herrero conservaban cada uno una mitad y el pago se realizaba de forma anual. Ocasionalmente se pagaba en especie; por ejemplo en los 50, una media (18 Kg) anual de trigo por aguzar el barrón. |