Os
lo cuento tal como lo escuché de Tadeo Torrubia, quien a su vez
lo aprendió de Domingo Lacueva, carbonero que fue y que murió en
Biescas.
|
a
su casa para coger una jada, le dijo:
-
Espera un momentico que ahora te la doy. Se subió a la alcoba, se
encerró y con los cuatro reales que se había guardado, por si
acaso, comenzó a hacer ruido, contándolos una y otra vez. El
hijo, al ver que
tardaba, subió a la alcoba y la encontró cerrada. Pegó la oreja
a la puerta y escuchó tintinear las monedas. Empezó a cavilar y
se lo contó a sus hermanos. Al día siguiente todos fueron a casa
del padre con una excusa u otra. Unos por un serón, otro por la
zoqueta para segar, otro..., y a cada uno el padre le decía:
-
Espera in momentico que ahora te lo doy.
Se
encerraba en la alcoba y contaba una y otra vez los cuatro reales.
Los hijos, al escuchar el sonido del dinero, comenzaron a
imaginarse herederos de un tesoro y los ojos les hacían
chiribitas. A partir de ese momento, la casa siempre estaba llena.
Hijos, nietos, nueras, yernos, no sabían como satisfacer al
anciano, con el fin de convertirse en su preferido. Y el hombre,
de vez en cuando, se subía a la alcoba, cerraba la puerta y
contaba los cuatro reales, una y otra vez, mientras todos
escuchaban las perrricas.
Llegó
la hora de su muerte. Nada más enterrarlo, los hijos fueron a
casa del padre, entraron en la alcoba y buscaron el “tesoro”.
Al fondo de la habitación había un arcón. Se lanzaron sobre él
y lo abrieron a trompicones.
Su sorpresa
fue al ver que dentro había cuatro reales, el martillo de
arreglar los chosques de la dalla y un papel que decía:
EL QUE VENDE SUS INTERESES ANTES DE LA MUERTE, CON ESTE MARTILLO
MERECE QUE LE DEN EN LA FRENTE.
F. Ruiz
Por favor,
enviadnos (al Buzón del lector) los cuentos de vuestra infancia
|
Vivía
en Calcena un anciano que viendo llegar el fin de sus días, pensó
en repartir sus pertenencias entre sus hijos. Hizo partes, cada
una con algo de secano, algo de huerta y algún animal. Tras ello,
juntó a los hijos y sorteó entre ellos. Todos se pusieron muy
contentos al ver aumentada su hacienda y colmaron de besos a su
padre.
El anciano estaba satisfecho, pues pensaba que había
cumplido con su obligación. Pasaron los días y los hijos dejaron
de ir a verle a casa. Las horas transcurrían en soledad y se vio
defraudado por quienes dio la vida. Sin embargo, pensó en darles
una última lección. Un día que, por casualidad, fue un
hijo
|