no sé si llegó a cumplir. Cuando llegó
la guerra conoció a mi padre, Tomás Lejárraga. Se casaron trasladándose
a vivir a Cariñena, donde descansan en paz.
Mientras fuimos pequeños, íbamos a
Calcena todos los veranos; si mi padre no podía llevarnos hasta el
pueblo, nos dejaba en la estación del ferrocarril de Morata, y un
autobús (con una escalerilla por la parte trasera que subía hasta
la “vaca” donde iban los equipajes) nos trasladaba hasta
Calcena, después de ir dejando a la gente por los pueblos del
itinerario. Era un viaje alucinante para mis hermanos y para mí.
Recuerdo que un año, (sería alrededor
del 1956) estábamos en Morata todos los viajeros esperando el soñado
autobús, cuando se presentó en su lugar una camioneta, puesto que
el autobús se había averiado. Allí nos subieron a todos y fue
como ir de “safari” por aquélla carretera de tierra llena de
curvas y de sobresaltos. ¡Fue genial!; pero al llegar a Trasobares
nos hicieron bajar a todos. Así que mi madre se puso en contacto
con unos familiares que nos dejaron varias caballerías y uno de sus
criados para que nos llevara hasta Calcena. ¡Qué odisea!; faltando
poco para llegar, desde la curva que ya se divisa una torre de la
iglesia, mi hermano Carlos se puso tan contento que atizó a su
caballo (que llevaba, además, todo el equipaje) y el pobre animal
desbocado, salió pitando al estilo de Indiana Jones. Así entramos
en el pueblo aquél año, como si fuésemos forajidos.
Vivíamos en la casa del
“Salobral”(que no sé si se escribe así); y todos los corrales
de alrededor eran de la familia: del tío Arcadio, del tío
Vicente, del tío Pepe..., así que por las mañanas nos despertaban
los balidos de las ovejas: ¡beee, beee, beee....! Y ya, todo el día
por ahí; al río...
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Recuerdo unas ollas enormes cociendo
espliego... que desprendía un olor a “heno de pravia” que invadía
todo el pueblo. Íbamos al corral de Luis y Ángel (los hermanos de la
Teofila) a ver a los “choticos” recién nacidos.
Cuando ya era un poco más
mayor, si estaba mi tío Segundo (que tenía 10 años más que yo y se
atrevía a hacer cosas más gordas), le
quitábamos al tío Darío una yegua y, sin montura ni nada, sólo con
la cabezada, salíamos al galope de la cuadra llevándonos por delante
todo lo que hubiera. Luego nos castigaban, pero... ; otra vez nos
metimos a una bodega de un familiar a “probar” vinos. Siempre había
alguno mejor que el anterior; recuerdo uno que lo debían de cocer, así
que estaba delicioso y entraba... ¡como el agua!. Parece que algún
susto les dimos, pero nosotros entrábamos en una especie de letargo
idiotizado del que no recordábamos nada.
Por las tardes nos juntábamos mi madre,
mi tía Anita y yo a hacer labores; todavía tengo por algún sitio una
mantelería roja con las flores de cordón blanco... Desde la casa del tío
Pepe había una vista preciosa.
Y la trilla..., y los segadores... ;
contaban cientos de anécdotas mientras se pasaban el porrón, después
de la cena. Entonces no había luz eléctrica y sólo la daban un rato
por la noche.
Mi madre me enseñaba la iglesia, los
santos... ; aquí rezábamos a la Sagrada Familia, allí a S. Roque para
que nos librara de las enfermedades. A la salida íbamos a ver a la
Felisa, la madre de Ángeles, que había sido niñera de Carlos; pasábamos
por la casa de la tía Pascuala, del tío Arcadio... Pero por el camino
nos parábamos con todo el mundo; parecía que todos la querían:
...”Elenica, maña,...” (besos y besos...)
Era muy alegre; era feliz.
La última vez que quiso ir a Calcena,
ella ya sabía que se estaba muriendo; sin decirnos nada, se despidió
de todos y de todo. Fue una época (1964) en que Calcena estaba
destrozada, con muchas casas hundidas; parecía que no iba a tener
solución, lo que hizo que la despedida fuese más triste.
Seguramente desde donde esté, habrá
podido ver cómo un grupo de jóvenes calceneros ha evitado que la ruina
terminase con su pueblo haciéndole resurgir como el ave Fénix. Y,
seguro que estará feliz.
Isabel
Lejárraga Modrego
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