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Allí nos juntábamos con los del Barrio
Alto. Cada uno preparaba una bola lo más grande que podía.
Luego las juntábamos todas. Entre todos la hacíamos rodar hasta el
pretil. La bola era tan alta como nosotros. Muy pesada. Como podíamos le
dábamos la vuelta. ¡
Era magnífico !. La bola caía poco a poco arrastrando cuanto pisaba,
engordando.. engordando hasta que se precipitaba en el vacío. Luego daba
un golpe seco y se esparcía en cien pedazos taponando la carretera. El
sol se encargaría en poco rato de quitarla. Después nos acercábamos a la puerta de la
Iglesia para esperar la hora de la misa. En el Cementerio Viejo, como lo
llamábamos a la puerta pequeña, los más atrevidos se entretenían tirando
bolas sobre las bocas de las chimeneas de las casas de abajo. Si
alguno acertaba con el agujero ya podíamos correr. Nos salvaban las
piernas. Si alguno se dejaba ver, en cuanto volvíamos a la escuela ya sabíamos
lo que nos esperaba: un buen rato de rodillas y con los brazos en cruz o
unos varetazos con la regla. Durante las tardes, los que ni iban de caza,
íbamos al teatro. ¡ Sí, sí, al teatro !. Había un grupo de
chicas que en una casa vieja (la casa del tío Chulo le decían) que había
junto a la Cueva, hacían comedias. Cobraban una perra gorda por la
entrada y despachaban al que no se comportaba con respeto. Ellas se hacían
los guiones y los representaban. Pequeños sainetes de ocho o diez minutos
de duración. Entre actos cantaban y bailaban. Mientras, otras se
disfrazaban del personaje que iban a interpretar a continuación. Nosotros
aplaudíamos. Supongo que nos gustaba porque al domingo siguiente volvíamos
otra vez. Al anochecer, cada uno se marchaba a sus
ocupaciones: recoger cabras. echar a los animales, buscar paja en los
pajares, etc. Antonio
Tormes. 1959. |